Gárgolas insomnes

Junio 30 de 2007

Hay que escribirle a Y'ahali, pensé, a ver si ya contesta con palabras suyas, además de imágenes y textos escritos por otros. Hace una semana, mi papá me felicitó y envió felicitaciones de mi mamá; entonces recordé que era día de mi cumpleaños, y recordé también que no había abierto mis regalos de navidad. Que sigan así otro medio año, decidí, hasta la próxima navidad. Ahora tengo que terminar de leer dos libros, uno periodístico y otro literario; tengo que escribir el primero de una serie de artículos y un cuento seriado; tengo que arreglar la bomba del agua para reclamarle a mi vecina que arregle su calentador; tengo que asear el departamento, porque la saturación del aire no me deja respirar; tengo que hacer ejercicio porque la saturación mental no me deja dormir... y hay que escribirle a Y'ahali, que me envió una tarjeta postal animada. ¡Ánimo, chingao!

Pero hoy desperté con más dolor de cabeza que ayer. Algo están arreglando en la calle y han tenido que levantar el pavimento. El ruido de motores y taladros, picos y palas, gritos y demás, comienza cuando el efecto del somnífero está a la mitad, y lo interrumpe y, después de una hora de insomnio, tomo otro, y tres horas después, otra vez el insomnio, y otro... Me levanto en la tarde, cada vez más tarde, y empiezo a sentir que empiezo a despertar cuando, sin tregua de por medio, continúa el tráfago con una segunda racha y yo apenas llevo ocho tasas de té negro. Un grupo dizque musical ensaya a todo volumen desde las siete y termina a las once de la noche, según el horario de verano y las reglas que vigila una Junta de Vecinos que se parece tanto a la Carabina de Ambrosio como al Espíritu Santo. Durante esas horas, una vecina adolescente compite con el ensayo, a dos metros de mi piso, cantando al unísono de sus discos de rock. Un silencio con olor a escombro tiene su turno por fin a media noche y mis neuronas empiezan entonces a funcionar... al menos, eso creo.

Así como escribí hace poco acerca de olores y tufos que impregnan cajones y cajas en el sótano de la memoria, quiero escribir ahora sobre sonidos y ruidos importantes en mi vida cotidiana. Escribir, por ejemplo, sobre la experiencia de escuchar radio inclusive dormido y la de prescindir por completo de esa compañía; la experiencia de asumir el rumor de la ciudad en la madrugada como una íntima noción del silencio que los gatos rompen a veces con maullidos que al principio confundo con un llanto de bebé y al final me causan escalofríos, y la experiencia de aproximarse a la más violenta locura cuando lo atacan a uno con ruido por todas partes y el aire está viciado además con pestilencias. Escribiré al respecto en un momento de calma, y también le escribiré a Y'ahali.

Pero ahora he de buscar el algodón para taponarme los oídos por primera vez en mi vida antes de que empiece de nuevo la guerra. Curiosamente, en el fragor de los combates, he tenido sueños bastante intensos. Entre otras cosas, soñé que un monstruo con cara de pejesapo salía del mar y tragaba todo cuanto había al alcance de su hocico gigante y hediondo, y que ese monstruo era Elba Esther Gordillo. En otro momento, soñé que yo era una pitón albina y metía la cola entre las nalgas de Salma Hayek. Quizá medio despierto, soñé también que escribía un alegato en favor de castrar a los curas pederastas y encarcelarlos de todos modos con la sádica intención de conocer el comportamiento de los demás reos al verlos bañarse sin sus armas. Por supuesto, no escribiré eso. Nada más dormido y bajo fuego cruzado se me ocurre semejante idea. Prefiero escribirle a Y'ahali... más tarde, porque, una vez superado el cansancio y vencida la migraña, el colon me reclama por tanto té negro.

Leyendo a Gabriel García Márquez supe que a su admirada paisana, Shakira, se le inflama el colon a veces, cuando está bajo presión, lo cual me hizo sentir un pendejo que se consuela con el mal de otros, y leyendo también a García Márquez me encontré con la imagen de unos "sauces desconsolados", pues no ha de servirles para nada el mal de los demás y, peor aún, quizás por eso lloran. Con esa imagen trataré de abstraerme unas horas de la realidad, como los filósofos, que viven en la luna, y dormir hasta que un gajo de luna se desprenda y caiga yo en la calle, o un pedazo de calle me caiga encima. Hasta entonces le escribiré a Y'ahali, que no soportó el ambiente de intelectualidad inútil en la facultad de filosofía de la universidad veracruzana y regresó a seguir luchando contra la peor tiranía que ha padecido el pueblo de Oaxaca. A ver qué dice ella, si acaso dice algo. Vaya pues. Venga.

[] Iván Rincón 8:05 AM

Junio 20 de 2007

Me aproximaba una cálida tarde al Jarocho de Coyoacán -de paso rápido, porque la gente que allí concurre me repele cada vez más- cuando salió una mujer morena y alta, de unos 28 años, cabello corto y lentes de miope, caminando lentamente con su café en la mano, sin un ápice de gracia, ni el más mínimo encanto, ni asomo alguno de feminidad. Obesa y torpe, su rostro era tan inexpresivo como su cuerpo. Todo eso y un aire irrespirable de ratón de biblioteca me hicieron creer que se trataba de cierto personaje patético y nefasto al que detesto (valga la redundancia y la cacofonía), por lo que, sin otro estímulo que mi odio infinito, caminé un paso atrás de ella, hasta que sintió mi vibra y se detuvo; la rebasé y tomé impulso para patear la base del vaso hacia su cara, que primero miré rápidamente, y entonces me contuve. No era el personaje patético y nefasto al que detesto, pero su miedo resultó por el estilo y, en una reacción histérica, hizo saltar el café y se quemó las manos, soltó el vaso, y la bebida salpicó sus horripilantes zapatos. Yo continué intacto. Ella evitó a toda costa volver a verme, dio media vuelta y se alejó de su desastre con la inefable sensualidad de un hipopótamo (valga la comparación ofensiva... que ofende a los hipopótamos, por supuesto). Ni hablar, pensé. ¡Qué mala onda! Quizás esta mujer nunca le ha hecho daño a nadie y, por el contrario, es una víctima, una mártir, que lucha por la justicia social y esas cosas, tiene paliacate rojo y todo eso. Ni hablar. La próxima vez pondré más atención y tendré más cuidado. Se los prometo. Pero, por lo pronto, ¡suerte que alcancé a dar un paso atrás antes de que el café se esparciera por el suelo! ¿No creen?

[] Iván Rincón 9:43 PM

Junio 10 de 2007

Crónica de una desgracia

Subí corriendo las tambaleantes escaleras del puente peatonal rumbo al parque, mientras la mujer que, desde que vivo en donde vivo, es objeto de mi deseo, hacía lo mismo por el otro extremo. Vaya coincidencia, pensé. Y vaya que lo era, pues había soñado con ella unas horas antes, fundiendo nuestros cuerpos con recíproca pasión en un baño ruso. Ella corre todas las tardes hasta quedar literalmente derretida; yo hago gimnasia y la observo acercarse desde lejos y alejarse desde cerca una y otra vez. Nunca habíamos hablado; solo miradas y sonrisas; por lo mucho un "hola" y siempre una sonrisa. "¿Apenas?", me preguntó en esta ocasión. "Apeno", le contesté, y un destello en sus ojos de venado se sumó al sudoroso brillo de su rostro. "Cada día se me hace más tarde", agregué. "Hasta mañana entonces", dijo ella, y entonces descubrí la sorprendente belleza de su voz.

No había nadie más en el puente, afortunadamente, y había bajado cada quién por su parte, cuando escuchamos un estruendo estremecedor, un estrépito ensordecedor, y el impacto de un inmenso tráiler contra el puente cimbró la avenida y las colonias de la zona. El puente cayó hecho pedazos encima de varios carros, además de los que chocaron unos con otros, y el tráiler quedó partido en dos. Una espesa nube de humo y polvo hizo aún más confuso todo. La multitud comenzó a crecer alarmada en ambos lados de la avenida. Por todas las ventanas de los edificios se asomaba alguien. A los cinco minutos llegaron las primeras patrullas, que sumaron veinte hasta donde alcancé a contar. La primera ambulancia tardó unos minutos más y fueron ocho en total. La policía y los paramédicos actuaron rápido, pero con una torpeza exasperante.

Aturdido por la destrucción, todavía en el camellón que separa la vía rápida de la lateral, subí de nuevo el trozo de escalera que había quedado de pie y alcancé a ver dos grúas tratando de abrirse paso entre los coches aglomerados. A través de la polvareda y la humareda, escudriñé el otro lado de la avenida en busca del objeto de mi deseo, y allí estaba, con su pantalón negro de naylon y su camiseta negra sin mangas, su abundante cabellera color castaño y sus hombros y sus brazos desnudos y sudados. Le envié una señal con la mano y ella hizo lo mismo. Al vernos mutuamente sanos y salvos, nos dijimos adiós con otra señal; yo seguí mi camino al parque y ella el suyo a su casa. Desde luego, hemos tenido que cambiar nuestra ruta y, por desgracia, no hemos vuelto a coincidir.

[] Iván Rincón 4:25 AM

Mayo 24 de 2007

Hoy en la madrugada atravesé Río Churubusco por un puente peatonal que un día de estos ha de caer entre sus desembocaduras pletóricas de hoyos y escollos ocultos a los peatones por la noche. En las escaleras de lava que prolongan ese puente había un teléfono celular abierto y con las luces prendidas. Minutos antes, una persona gritaba y corría por allí detrás de otras dos que le habían sacado de la camisa un par de plumas caras cuando entraba a su coche. En la persecución tiró el celular y, en el regreso, se cruzó conmigo. Dos horas después, me llamó y le dije que podía devolverle su celular a las seis de la tarde. Así ocurrió.

Hace unos días, al regresar corriendo como siempre de madrugada a mi departamento, levanté del pavimento dos DVD's y un video de formato antiguo dentro una bolsa de plástico. Eran películas pornográficas. He visto las que vienen en DVD y eché a la basura el video sin conocer su contenido.

Por la cercanía de estos dos incidentes, hice un recuento de los objetos hallados en mis vueltas nocturnas al parque. Hasta donde recuerdo, he recogido unos walkman sin audífonos, unos lentes oscuros, una pulsera de metal, un collar de semillas, unas escuadras diminutas en su funda, un paquete de pañuelos desechables de bolsillo, una mochila de naylon vacía, un billete de veinte pesos y una moneda de cinco. No es gran cosa, pero si juntara todo, incluyendo lo que haya olvidado, parecería que soy algo así como el doctor Jekyll y el señor Hyde, que de noche asalta al que se deje. La mochila vacía, por cierto, estaba en las mismas escaleras donde hallé el celular, por lo que tampoco ha de ser gran cosa inteligir que el puente referido está en la ruta de unos asaltantes reales.

Hace unos meses, al salir de la cineteca, levanté de la banqueta un billete de cien pesos, y seguramente había visto una película mala o saboteada por el cácaro, pues pensé: "No todo está perdido". Otro día, encontré un autoestéreo dentro de su estuche entre los asientos de la sala después de la película. Me pereció raro que fuera un autoestéreo y no un teléfono celular. Ya habrá ocasión para el celular, pensé. Y terminé hallándolo hoy en la oscuridad de unas escaleras de lava. Esta vez lo curioso es el lugar del hallazgo y la circunstancia del asalto. Más todavía es lo que pensaba en el momento del incidente. Pensaba en un relato sobre el encuentro con un caballo muerto en la lateral de Río Churubusco. Hace poco escribí sobre la recuperación del dinero que había tirado en mi camino a la cineteca dos veces en menos de media hora. El texto resultó increíble y tedioso (más que este), así que lo borré. Pero la idea del caballo muerto era algo estimulante antes de que los gritos y la corredera en el puente me alertaran. ¡Aguas con esos cabrones!, dijo mi otro yo, y terminé olvidando al caballo muerto. ¿Lo ves? Ya lo olvidé.

[] Iván Rincón 10:28 PM

"¡Santo llamando a Blue Demon! ¡Responda! ¡Santo llamando a Blue Demon! ¡Responda, por favor!" Así sonó a las cuatro de la mañana el teléfono celular que hallé dos horas antes en la calle. Olvidaba yo ese detalle de la anécdota. Y ahora que lo pienso, no sé por qué o para qué madres quería encontrar un aparato de esos, si los detesto, los abomino, me enferman; detesto cuando suenan en la sala de cine a mitad de la película, detesto a la gente que los contesta, me enferma que lo hagan manejando o en medio de una reunión de trabajo, abomino la prepotencia y la estupidez que detonan esos aparatitos. Su proliferación no responde a necesidad alguna de comunicación personal, sino a la lógica de una plaga; tampoco es expresión de la modernidad como utopía realizable, sino de la dispersión multiplicada. Son algo prescindible hasta el colmo de la exasperación, como los televisores o los cláxones y las alarmas de los carros. Si la humanidad realmente se modernizara, empezaría por desechar toda esa basura; los individuos asumirían su soledad en vez de recurrir al autismo en forma de audífonos... En fin. Modernidad es un eufemismo de las fórmulas mentales de escape mental creadas por la mente humana. Los teléfonos celulares desconectan el cerebro y comunican su vacío con el de otro cerebro desconectado. El medio es la muerte momentánea, el estado vegetativo de la masa encefálica, su aturdimiento como efecto de una droga que no cura ni sirve para nada.

-Aquí, Blue Demon. Puedo devolverle su aparatito detestable a las dieciocho horas en punto. Cambio.

-Entendido. Cambio y fuera -dijo Santo, y llegó una hora tarde.

[] Iván Rincón 9:55 PM

Mayo 11 de 2007

Los muertos no mienten (cuento a ritmo de blues)

I

Subí arrastrando los pasos a la azotea del edificio para acabar con la botella de ron, de cara a la ciudad, antes de acostarme a dormir. Estaba cansado y borracho. Aquel había sido un día intenso, que terminó, como todos los fines de semana, en El Callejón Azul. Miré las luces diminutas bajo su estrellado reflejo en el cielo y me pareció que la somnolencia y el alcohol las borraban. Que no quede nada, pensé en voz alta, y bebí directamente del pomo el último trago. Que no quede nada, además de vacío y soledad, oscuridad y silencio... Entonces sentí una presencia extraña, como si alguien se ocultara entre los tendederos. ¿Quién anda allí? La silueta de un hombre alto y delgado salió de las sombras y se detuvo, nebulosa y opaca, bajo el fulgor de la luna. Tendría unos sesenta años, estaba calvo y vestía de traje y corbata.

-¿Quién es usted? -inquirí.

-Soy Octavio Leres -contestó.

Intenté reconocerlo, empuñando la botella como arma defensiva, y me abstuve de comentar lo que el hombre seguramente sabía, que Octavio Leres estaba muerto.

-¿De qué se trata? -le pregunté- ¿Es una broma?

-Ninguna broma -dijo- y tranquilícese, que no le haré daño. ¿Cuándo ha visto usted que un fantasma le haga daño a alguien?

Desperté con dolor de cabeza y decidí que, ahora sí, dejaría de beber.

II

Una semana antes, la muerte del empresario Octavio Leres estaba por pasar inadvertida ante la opinión pública, más allá de múltiples esquelas en los principales diarios y una que otra nota informativa muy breve, cuando el cadáver desapareció inexplicablemente de la funeraria. La joven y hermosa viuda, Lorena Contes, había pedido a parientes y amigos que le permitieran estar sola un momento en la sala mortuoria, donde habló detrás de un oscuro velo, elegantemente ataviada toda de negro, con su difunto marido. Entre otros agravios y ofensas, le reprochó en voz baja que hubiera recurrido a los encantos de ella para sobornar al jefe de la policía que lo investigaba.

-Sabías que el desgraciado no se conformaría con tu dinero -le dijo- y por eso me enviaste a mí, como antes lo habías hecho con el ministro, y sabías que tampoco se conformaría con un acostón. ¡Hijo de la chingada! Pero tengo algo que decirte, para que no te vayas tan tranquilo, para que te revuelques en la tumba antes de pudrirte...

Lorena Contes fingía que lloraba antes del apagón. Después del apagón, que duró cinco minutos, el cuerpo de Octavio Leres ya no estaba, y ella entonces lloró de verdad.

III

Un pie de foto en la prensa sensacionalista lo fue también del escándalo en todos los medios de comunicación, que aprovecharon la noticia sobre la desaparición del cadáver para vender su contexto, a falta de una explicación convincente. "El influyente hombre de negocios, dueño de hoteles y amigo de presidentes -dijo la televisión comercial-, falleció este viernes de un paro cardíaco, luego de una crisis respiratoria y haber padecido en los últimos años de hepatitis y diabetes". Al momento de su muerte, informó por su parte un diario de circulación nacional, "el magnate era investigado en varios países por sus presuntos vínculos con el crimen organizado, en particular por lavado de dinero proveniente del tráfico de armas, narcóticos y órganos humanos, así como de la trata de blancas y la corrupción de menores".

Nada de eso era novedad, al menos para mí, pues el pianista del grupo que tocaba los fines de semana en El Callejón Azul, Rolando Helguera, alias El Campamocha, había trabajado antes en el bar de un hotel propiedad del prominente personaje de origen cubano, y parecía estar enterado tanto de sus negocios sucios como de sus conflictos familiares. Según El Campamocha, al descubrir la relación de Octavio Leres con Lorena Contes, la esposa lo demandó por adulterio y maltrato. Asesorada por un abogado implacable, después de conseguir el divorcio y una pensión millonaria, entabló otra demanda, ahora por amenazas. El pleito legal con su familia, incluidos los hijos -dos hombres casados, una mujer soltera y una menor de edad-, fue la principal causa de una prolongada sucesión de enfermedades que mermó la salud del empresario hasta matarlo. Para evitar que la antigua esposa y sus hijos, que buscaban el camino legal a los bienes del padre, provocaran su ruina en vida, Octavio Leres contrajo matrimonio con Lorena Contes y le heredó todo, incluso el estigma del origen ilícito de la fortuna.

Con esos elementos, decidí escribir mi propia versión del caso.

IV

La noche que Octavio Leres apareció en la azotea de mi edificio, no era yo el primero en verlo y hablar con él desde que, una semana antes, se esfumara en la repentina oscuridad de la funeraria. Para cólera de la familia consanguínea y "para darlo por muerto de todos modos", Lorena Contes había dispuesto que el ataúd de su marido fuera enterrado vacío. Se trataba, obviamente, de algo simbólico. Los parientes y amigos que hablaron con la policía descartaban la posibilidad de que el empresario no estuviera muerto; para eso había inclusive un certificado médico. Pero el día de su desaparición (que no de su deceso), Octavio Leres se presentó a media noche en la habitación que compartía con Lorena Contes. Ella regresaba de declarar en la delegación de policía, cuando sintió la presencia de su difunto esposo antes de prender la luz. Él estaba de pie y de espaldas a la ventana, con las luces apagadas y las cortinas abiertas, esperándola. Ella contuvo la respiración y, al verlo, dio un salto hacia atrás, sin gritar. Él cerró las cortinas y se sentó en la única silla de la recámara. "Tú y mi hija", murmuró cruzando las piernas, con parsimonia. "Mi hija y tú".

-¿No estabas muerto? -preguntó la mujer, y agitó bruscamente la cabeza como reacción a su propia idiotez.

-¡Bien muerto! -contestó el marido- Pero tenías que perturbar mi descanso confesando tu felonía. ¿Para qué? ¿Para sentirte menos culpable o para quedar satisfecha por fin?

Ante el pasmo neurótico de Lorena Contes, Octavio Leres amenazó con impedirle hasta el más mínimo instante de paz, a menos que ella rematara las acciones que le correspondían de los hoteles, así como el resto de los bienes, incluyendo la mansión en donde se hallaban, y donara el dinero recaudado a un instituto de ayuda a niños con cáncer. "Solo muerto se le podía ocurrir semejante altruismo", pensó la joven viuda, pero no lo dijo. "¿Y qué más?", preguntó.

-Y te alejas para siempre de mi familia.

-¡Vete al infierno! Para mí, ya estás muerto.

-Para todos, preciosa, y peor para ti.

V

Yo tenía seis años sin trabajo formal. No recuerdo si comencé a beber por carecer de empleo o si perdí el empleo a causa de la bebida. Lo cierto es que, al conocer la versión de Rolando Helguera, decidí escribirla. Seducido por el escándalo, dejé un intento literario a la mitad y convencí a Nuemes Acosta, director del semanario Espejo roto, de hacer una investigación propia y publicarla por entregas. Basada en información pública y datos aportados por Rolando Helguera, la primera parte de la serie apareció una semana después de que Octavio Leres hiciera mutis. Entonces fui a El Callejón Azul en compañía de Nuemes Acosta y el jefe de información, así como de un reportero y un redactor de la revista, y llevé suficientes ejemplares del nuevo número para los músicos. Al calor de los tragos, El Campamocha leyó mi texto en voz alta, haciendo comentarios. "Todo está claro", dijo. "Lo único oscuro aquí es la desaparición del muerto".

La policía barajaba dos hipótesis, la primera de las cuales hacía sospechosa a Lorena Contes; la segunda partía de una posible conspiración de los hijos para sembrar suspicacia y cosechar el desprestigio de la hermosa viuda, ahora una de las mujeres más codiciadas del mundo, y en ambos casos se hablaba de que el famoso y mafioso hotelero quizá seguía con vida.

En eso pensaba yo aquella noche, botella de ron en mano y de cara a la ciudad en la azotea de mi edificio, cuando apareció ante mis ojos Octavio Leres. "Hay algo que usted no sabe", murmuró sin dejar de mirar sus pulidas uñas y sin esfuerzo alguno por ser original. La primera esposa y sus vástagos, rebeló por fin, estaban ganando el pleito legal con ayuda de Lorena Contes, que tenía relaciones íntimas con la hija mayor.

-¿Cómo sabe usted eso? -le pregunté.

-Eso y más confesó ella en mi funeral... ¡y no pude soportarlo!

-Váyase al carajo.

-De acuerdo, amigo mío -dijo caminando hacia atrás-, pero confirme usted lo que acabo de informarle. ¡Hasta la vista!

Llegó al barandal de la azotea, hizo una señal de adiós con la mano y se dejó caer de espaldas al abismo. Corrí demasiado tarde para detenerlo y mi alertada vista lo buscó por todos lados, pero no lo halló; había desaparecido como una semana antes, sin dejar rastro.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 6:58 AM

jean jacques andré - awakening